EL ESCUDERO DE LAZARILLO DE TORMES
EN LA ERA DE INTERNET.
Sus valores bursátiles habían caído por debajo de la línea de
flotación. La última crisis lo había derrumbado de lo alto de la pirámide
social y deambulaba por las calles de Oviedo, cual antiguo escudero lacerado en
su orgullo, esperando encontrarse en alguna
esquina con La Regenta o con La Cordera de Clarín que su madre le había contado de pequeño. Sus
ocho apellidos, que acarreaba de la época de Don Rodrigo, no le servían para
hacer frente a los cambios vertiginosos de los nuevos tiempos, marcados más por
los valores de papel que por los de la antigua heráldica.
Aún
conservaba un viejo trastero convertido en estudio lóbrego y oscuro donde
recalaba al amanecer, después de aburridas noches que un día fueron de vino y
rosas. Aquel domingo se levantó muy
tarde y se volvió a arrastrar por las calles de la benemérita ciudad que aún
dormía el sábado. Entró en la galería de
internet que habían abierto en la calle San Francisco: era su religión sin
dios, su inyectable diario que le permitía mantenerse unido a su glorioso
pasado. Buscó 500 pesetas en el fondo
del bolsillo, pero no las encontró. El galerista le regaló media hora de viaje
por las autopistas del cielo y cuando terminó, permaneció allí hasta que todos
los internautas fueron idos.
Entonces
merodeó por delante de los restaurantes que había frecuentado en los tiempos de abundancia. ¡Si hubiese hecho caso de los sueños del Faraón...!. Bueno, tampoco había por qué preocuparse
tanto; las crisis bursátiles eran como las crecidas del Nilo: siempre volvían a
su cauce. Los restaurantes, que comenzaban a llenarse a aquella hora, se
convertían ahora para él en la Cocina Económica. Allí se encontraría con el lumpen urbano que tanto había
detestado. Lo que más le fastidiaba era
que estaba empezando a parecerse a
ellos: también él se acompañaba de un perro vagabundo que encontró en las
calles de la zona vieja, y que le seguía cual lazarillo, esperando tener
próspero futuro y cosas divinas.
Al pasar por la plaza de la catedral
contempló sus agujas eternas: el espíritu
nunca perderá enteros
porque no cotiza en bolsa. Después bajó su vista a los pies de las
torres, carcomidos por el paso del tiempo; era igual, llegaría a caer la catedral, pero nadie podría matar aquel poema de piedra. De pronto se acordó del teléfono móvil. Marcó el
número del cielo, pero comunicaba por sobrecarga de línea. Tecleó el del infierno y le contestó una voz
cavernosa; entonces se postró de rodillas y desenterró su antiguo castellano:
"¡Oh muerte!, ¿por qué no vienes
y llevas esta alma mía
de aqueste cuerpo mezquino,
pues se te agradecería?"
Un
rayo descendió desde la cruz más alta de la catedral y lo dejó convertido en
cenizas. Cuando llegó la policía municipal sólo encontró el teléfono
incombustible, que repetía:
“Bienvenido
a la torre encantada”.