TRASCASTRO
Iglesia de
Trascastro (León)
He vuelto al Santuario de Trascastro (León) de la misma manera que se
vuelve al lugar del crimen. Esperaba encontrar el paisaje que guardo en la
memoria desde hace tantos años, cuando me llevaron en peregrinación para saldar
una promesa, pero la memoria había cambiado la realidad tanto como la realidad
misma. Allí donde recordaba campos de cereal recién segados encontré las mismas
tierras abandonadas de toda la montaña asturleonesa; no lo siento como un paraíso
perdido, porque no era paraíso, sino remos de galeras de cuyas cadenas se han
librado Katia, Sonia y tantos otros que hoy pueden mirar atrás con el orgullo
de haber vencido al destino.
Pero encontré un pueblo mejor que el que guardaba en la memoria: allí, mirando
al Sur, resguardado de los fríos vientos del Norte y contemplando el valle por
el que pasaron hace 2.000 años las tropas romanas de Carisio, Trascastro ofrece
unas terrazas de casas bien cuidadas entre las que sobresale la iglesia del S.
XVII. El templo, de cruz latina y mirando al Este como Dios manda, se mimetiza
con la pizarra del paisaje y se corona con una espadaña típica de toda esta
zona occidental de la Cordillera Cantábrica que une más que separa a leoneses y
asturianos; no en vano todos éramos Astures.
La Virgen de Trascastro (cuya festividad se celebra el 15 de Agosto) se
erigió pronto en lugar de peregrinación al que acudían gentes de toda la zona para
agradecer sus curaciones; y allí me llevó mi madre cuando, niño, “me ofreció”
llevarme a Trascastro si la Virgen me salvaba de una enfermedad infantil cuyo
nombre no recuerdo. Salimos de Degaña antes del amanecer y, utilizando el
meridiano 6º como funicular imaginario que se adapta a cualquier terreno, cruzamos
la cordillera a ratos a pie, a ratos a caballo.
Llegamos poco antes de comenzar la misa a la vez que otros muchos
peregrinos, algunos de los cuales confluían en el santuario descalzos o de
rodillas como si necesitaran pagar más deuda con un mayor sacrificio; acabó la
misa que no recuerdo y llegó el rito que no olvido: doce danzantes de blanco
que dejaron en mis ojos un fogonazo eterno de sonido y luminosidad. Fue un
resplandor tan potente que eclipsó todo lo que sucedió después.
Por lo que respecta a la fe en los milagros de la Virgen, estoy preso de esta segunda inocencia que da en no creer
en nada; sólo una cosa es segura: curamos todos los que estamos aquí
para contarlo.
a veces la memoria infantil engañosa es la que nos salva de la realidad fea y descarnada. Un beso Pedro.
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