DORA MAAR
Picasso, Dora Maar (1937)
Me
miro en este cuadro tras el paso de los años y tengo que reconocer la
perspicacia del cabrón de Pablo. No sé si su habilidad artística iba unida a
una capacidad visionaria y las dos a un instinto de depredación sexual del que
hizo gala a lo largo de su dilatada vida. Pese a todo lo recuerdo: es tan corto el amor y
tan largo el olvido.
Yo
hubiera querido que me retratara como lo había hecho con Olga años antes, cuando
la pintó sentada en un sillón con aquel deslumbrante vestido rojo y aquella
delicadeza de bailarina en reposo; pero a mí me veía como la antítesis de
aquella mujer: no hay más que comparar la elegancia de las manos caídas de Olga
con las mías, crispadas como cuchillos; como si con ello me quisiera recordar
la navaja con la que me corté los dedos el día que lo conocí en el café Deux
Magots, para llamar su atención con el rojo de mi sangre tiñendo los guantes
negros. Sobre mi rostro cubista plasmó la poliédrica personalidad que había en
mí: esa mezcla de genes eslavos de mi padre croata y latinos de mi madre
francesa que, aderezados con mi embrujo porteño (Mi Buenos Aires querido), intentaba conquistar (pobre de mí) a un
maestro de la seducción. Aprovechó la simultaneidad del cubismo para ponerme
dos caras: la de la paciente observadora y la de la gata agazapada esperando al
acecho con una cámara fotográfica.
Pero
no sé qué esperaba; para entonces él ya jugaba otras cartas como había hecho
toda la vida y mi rabia se plasma en esos dedos crispados. Nunca logré
sobreponerme, ni siquiera con la ayuda de Lacan y del grupo surrealista
parisino de Eluard, Buñuel y tantos otros amigos; pero también siempre dije: “Después
de Picasso, solo dios”. Pagué grandeza con servidumbre.