viernes, 27 de junio de 2014



                                                                DORA MAAR

                                                         
                                     Picasso, Dora Maar  (1937)

                                           
                                         
           
            Me miro en este cuadro tras el paso de los años y tengo que reconocer la perspicacia del cabrón de Pablo. No sé si su habilidad artística iba unida a una capacidad visionaria y las dos a un instinto de depredación sexual del que hizo gala a lo largo de su dilatada vida. Pese a todo lo recuerdo: es tan corto el amor y tan largo el olvido.
            Yo hubiera querido que me retratara como lo había hecho con Olga años antes, cuando la pintó sentada en un sillón con aquel deslumbrante vestido rojo y aquella delicadeza de bailarina en reposo; pero a mí me veía como la antítesis de aquella mujer: no hay más que comparar la elegancia de las manos caídas de Olga con las mías, crispadas como cuchillos; como si con ello me quisiera recordar la navaja con la que me corté los dedos el día que lo conocí en el café Deux Magots, para llamar su atención con el rojo de mi sangre tiñendo los guantes negros. Sobre mi rostro cubista plasmó la poliédrica personalidad que había en mí: esa mezcla de genes eslavos de mi padre croata y latinos de mi madre francesa que, aderezados con mi embrujo porteño (Mi Buenos Aires querido), intentaba conquistar (pobre de mí) a un maestro de la seducción. Aprovechó la simultaneidad del cubismo para ponerme dos caras: la de la paciente observadora y la de la gata agazapada esperando al acecho con una cámara fotográfica.

            Pero no sé qué esperaba; para entonces él ya jugaba otras cartas como había hecho toda la vida y mi rabia se plasma en esos dedos crispados. Nunca logré sobreponerme, ni siquiera con la ayuda de Lacan y del grupo surrealista parisino de Eluard, Buñuel y tantos otros amigos; pero también siempre dije: “Después de Picasso, solo dios”. Pagué grandeza con servidumbre.

martes, 17 de junio de 2014




                                       
                                                   DAVID Y GOLIAT

  

              
                           Caravaggio, David con la cabeza de Goliat  (1610)                                                                                                                                              
                                           

            Soy a la vez la cabeza sangrante de Goliat y el David que la sostiene en su mano: los dos somos Caravaggio.
            La cabeza cortada es la del viejo Caravaggio que quiere purgar su vida de canalla ante la justicia, la sociedad y la misericordia divina. Me expongo ante la luz del Barroco para pedir perdón por mi vida de macarra callejero y obtener la absolución de las autoridades en el recodo final de mi vida. Éste será mi último cuadro.
            Pero también soy David, el ángel exterminador; el joven Caravaggio que mata al adulto Caravaggio (sólo tengo 48 años) para reivindicarme y reivindicarlo ante la Historia. Mi rostro muestra la exigencia de cumplir con la necesidad del castigo y el dolor por tener que hacerlo: aquí tenéis mi expiación, ¿no os parece suficiente?      
            A diferencia del David bíblico, yo soy el perdedor en esta escena. No tengo la expresión de la victoria, sino la tristeza por la asunción de un acto al que estaba obligado. Ignoro si fue suficiente mi calvario porque no sobreviví para contarlo.

jueves, 5 de junio de 2014




                                                    UN POEMA

Con qué empeño la luz
quiere arropar, velada, la paz de la mañana
de manso mar y silenciosas calles
y de ese modo levantar el solio
que te encierra y engasta cual zafiro
cuando, al fin, sonriente y despeinada,
pasas revista a la enemiga tropa
y la encuentras conforme a tus designios
en batallones de plumón tan tibio,
en falanges de aljaba tan vacía
que proclamas, sin lucha, la victoria
y el raigón derrotado de mi ejército
cargado de grilletes tras tu carro se arrastra
traidor a su bandera, a su patria, a su dios.
                            
                                 Derecho de conquista (Antonio Martínez Sarrión)


               Me encanta este poema desde la primera vez que lo leí. Las perfectas metáforas que emplea (en falanges de aljaba tan vacía) y la forma en que te sumerge en la paz de la mañana con el verso de manso mar y silenciosas calles, me incitan a volver sobre su paz y su asumida derrota.
               Pero de la misma manera que me encanta el poema, tengo que confesar la desazón que me produce el último verso:

traidor a su bandera, a su patria, a su dios.

               Cada vez que termino de leerlo no puedo evitar cambiar el orden de las tres últimas palabras; la razón es que me suena mejor el ritmo como yo me lo imagino, olvidándome del orden conceptual, que la forma en la que las dispuso el poeta (la osadía no tiene límites). Así, me suena mejor:

traidor a su dios, a su patria, a su bandera.
que
traidor a su bandera, a su patria, a su dios.


               Como estoy de acuerdo en que sólo se debe ocupar uno de lo que importa (y me importa mucho este poeta) me atrevo con esta insolencia que los lectores y Martínez Sarrión me perdonarán.