sábado, 27 de septiembre de 2014




                                                                EL ANGELUS

  

                                               
                                 Millet, El Angelus  (1859)                                       


                                        
            Los campesinos dan gracias a Dios por concederles los frutos de la tierra como recompensa a sus plegarias, pero Millet ambienta la oración bajo la inmensidad de un cielo desolador; la escena se sitúa entre la crítica social que nace con la Revolución de 1848 y la misericordia de una religiosidad a la que el Realismo de orientación cristiana vincula con el socialismo en ciernes. Lo único que existe es el trabajo y la torre de la iglesia en la distancia de una llanura inhóspita. No eran necesarios los campesinos; habría sido suficiente con la carretilla y ese paisaje desolador para transmitirnos la idea de penuria.
            Las figuras no tienen un rostro definido porque no lo necesitan. La expresión se transmite con la composición de unos personajes solos, en el medio de la nada, una actitud de aceptación del destino y unos colores terrosos que tanto gustaron al Van Gogh primitivo y que le inspiraron Los comedores de patatas.
            Y las patatas están en los sacos de la carretilla y en la cesta donde antes había un hijo muerto; la presión social obligó a Millet a quitar el niño de la escena y la solución del pintor fue enterrarlo bajo la tierra para que sirva de abono a las patatas. Los campesinos no miran la cesta de patatas, que por cierto tiene forma de moisés, sino el lugar donde yace su hijo.   

sábado, 13 de septiembre de 2014




     
                                            UN CRISTO POLISÉMICO
  
                                   
                                  Antonio Saura, Crucifixión (1979)

                                                 
               Lo único que conservo de la serenidad del Cristo de Velázquez son esos pies sobre los que se apoya mi calvario, ajenos al sufrimiento del resto de mi cuerpo, y que contrastan con las manos crispadas más por la rabia del espíritu que por el dolor físico. Espero con la impotencia de una ruleta rusa que los dardos se concentren en los espacios vacíos de pecado.
               Mis múltiples capas de pintura superpuestas representan a todos los crucificados que se asoman al mundo a través de mi rostro sobredimensionado cuya boca grita ante la grada la protesta de todos los perseguidos injustamente por la Historia. Mis manos recuerdan las del Cristo de Grünewald, que se resisten a enmudecer antes de rasgar el cielo con los dedos, para apremiarle si será éste el último sufrimiento que tenga que soportar el hombre.
               Pero Antonio me dijo mientras me pintaba que el dolor que quería expresar no era sólo religioso, sino la protesta por todas las torturas que sufren tanto los perseguidos por una fe contrariada, como los desafectos que se apartan del camino delimitado por lanzas. Me dijo que yo era la expresión abstracta del sufrimiento; me temo que él lidiaba con la concreción del mismo.