EL NIÑO JESÚS Y LAS DIFERENTES ADORACIONES
Duccio: La Virgen con El Niño (1320)
Siempre
pensé que yo era el centro de la escena, pero eso cambió (como tantas otras cosas
en Europa) en el transcurso de la Baja Edad Media.
A
principios del S. XIV Duccio me pinta en el regazo de mi madre, en un trono de
gusto gótico como corresponde al momento histórico, con todos los acompañantes celestialmente
ordenados y sin que ninguno ose ponerme un pie delante. La Virgen, de tamaño
jerárquico, me muestra con toda mi
majestad a unos personajes de los que ninguno sobresale ni me roba protagonismo.
Pero
a finales del S. XV Piero constata el cambio de los tiempos. A mí me ponen tirado
ahí, en el regazo de mi madre (y aún habrá otros pintores que me releguen al
suelo) como un enojoso fardo que sólo debe figurar en tanto que testigo reminiscente
de la marca comercial; mientras, mis adoradores ya figuran individualizados y
chupan cámara para que la Historia los reconozca en el futuro.
Y
sobre todos ellos se eleva Federico de Montefeltro, Duque de Urbino; su
posición preeminente en el cuadro, los brillos de su armadura y su personal
nariz de boxeador aristócrata advierten que es él quien paga la obra y por
tanto, como donante, quien debe ser protagonista de la escena que ya nunca
volveré a presidir como antaño.