MOISÉS
Miguel Ángel, Moisés (1515)
Conduciré
al Pueblo de Israel hasta la tierra que nunca debió haber abandonado; una
tierra cuyas fuentes manan leche y miel, y de la que salieron los hijos de
Jacob deslumbrados por los cantos de sirena con los que José les prometió dicha
y riqueza en las tierras del Bajo Egipto. Pero para su desgracia la cautividad
fue más larga que la gloria.
Las
prominencias que salen de mi cabeza no son los rayos de la iluminación divina que
acabo de recibir con las Tablas de la Ley (esa es una interpretación poética);
son cuernos: son los cuernos que me puso mi pueblo con los ídolos paganos en
cuanto los abandoné para subir al Sinaí en busca de los Mandamientos de la Ley
de Dios.
La
corrección política que disimulo jugueteando con mis barbas contrasta con la
furia reprimida de mi espíritu; mis venas están hinchadas de cólera y mi pierna
izquierda presta a salir disparada contra este pueblo desagradecido que no sabe
aguantar ni 40 años en el desierto a cambio de una tierra de promisión (y eso que el maná era gratis). Sólo el
movimiento contenido de Miguel Ángel me mantiene aferrado a la piedra de la que
en vano intento desprenderme.
Mi cuerpo permanecerá para siempre esclavo de este mármol, pero mi fama se proyectará sobre los siglos, simbolizada en mis estatuas por la vara que se convirtió en serpiente, que separó las aguas del Mar Rojo y que las hizo brotar de una roca en el desierto. Ningún mago imaginó vara más polivalente.
Mi cuerpo permanecerá para siempre esclavo de este mármol, pero mi fama se proyectará sobre los siglos, simbolizada en mis estatuas por la vara que se convirtió en serpiente, que separó las aguas del Mar Rojo y que las hizo brotar de una roca en el desierto. Ningún mago imaginó vara más polivalente.