domingo, 19 de julio de 2015



                                                                  MOISÉS
 
                          
                                      
                                       Miguel Ángel,  Moisés (1515)
                              
    
Conduciré al Pueblo de Israel hasta la tierra que nunca debió haber abandonado; una tierra cuyas fuentes manan leche y miel, y de la que salieron los hijos de Jacob deslumbrados por los cantos de sirena con los que José les prometió dicha y riqueza en las tierras del Bajo Egipto. Pero para su desgracia la cautividad fue más larga que la gloria.
Las prominencias que salen de mi cabeza no son los rayos de la iluminación divina que acabo de recibir con las Tablas de la Ley (esa es una interpretación poética); son cuernos: son los cuernos que me puso mi pueblo con los ídolos paganos en cuanto los abandoné para subir al Sinaí en busca de los Mandamientos de la Ley de Dios.

La corrección política que disimulo jugueteando con mis barbas contrasta con la furia reprimida de mi espíritu; mis venas están hinchadas de cólera y mi pierna izquierda presta a salir disparada contra este pueblo desagradecido que no sabe aguantar ni 40 años en el desierto a cambio de una tierra de promisión (y eso que el maná era gratis). Sólo el movimiento contenido de Miguel Ángel me mantiene aferrado a la piedra de la que en vano intento desprenderme. 
      Mi cuerpo permanecerá para siempre esclavo de este mármol, pero mi fama se proyectará sobre los siglos, simbolizada en mis estatuas por la vara que se convirtió en serpiente, que separó las aguas del Mar Rojo y que las hizo brotar de una roca en el desierto. Ningún mago imaginó vara más polivalente.

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