lunes, 24 de octubre de 2016




         
                           UNA PELÍCULA

                                        Tarde para la ira

            Hay algo de la España eterna en Tarde para la ira (Raúl Arévalo, 2016) que poco a poco se va manifestando en el desarrollo de la película; se trata de esa idea latente de la venganza que parece subyacer en la España rural y que en este caso se manifiesta también en el mundo urbano. Es como si la tragedia de Puerto Hurraco o La familia de Pascual Duarte se hubiera trasladado a la ciudad e hiciese saltar por los aires la aparente vida apacible de un bar, donde las partidas de cartas visten de camaradería la milimétrica planificación de una venganza.  
            Un magnífico Antonio de la Torre (José en la película) compone un personaje poliédrico en busca de los asesinos de su novia, a los que no perdonará aunque la nueva vida parezca haberlos redimido de su crimen. La justicia no ha podido desenmascarar a los asesinos, pero él no parará hasta dar con ellos y ejecutarlos sin piedad (hay momentos en los que el espectador cree adivinar un atisbo de perdón que acabará con esa espiral de violencia, pero José, tras  una mirada alimentada con imágenes del recuerdo, nos devuelve a la descarnada realidad).

            Y la venganza la realizará Arévalo al más puro estilo del cine negro; en el bar donde comienza la historia, en un sórdido gimnasio y en uno de los escenarios que mejor simboliza esa España negra: un cubil de cerdos. Parece como si el director nos quisiera llevar a esos escenarios de la España eterna.


P.D.

    Esta obra obtuvo meses después dos premios cinematográficos a la mejor película de 2016 (además de otros, como Mejor Director Novel):

- Premio Forqué.
- Premio Goya.

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