martes, 22 de abril de 2014

                                     


                                                           CARLOS II


                                     Carreño de Miranda, Carlos II 
     
  
                                                  


            No tienen perdón. Me ponen tacones porque los reyes no pueden ser bajos, aunque ni así logro disimularlo. Pero me ponen tacones a mí, que apenas si sé caminar con ellos  porque mi raquitismo natural, que me impidió caminar hasta la edad de 6 años, me confina a una endeblez crónica: cosas de la endogamia a la que nos empuja la manía de no mezclar nuestra sangre azul con la roja de los lacayos.
            Me pintan una piel de ángel, a mí que no curo una pústula y ya me ha salido otra, que no salgo de una infección urinaria y entro en una intestinal que me curan con vísceras de cordero y más chocolate; que no veo ni el sol (por si acaso me constipo) y así me luce la piel. Menos mal que, como todos los deficientes, moriré joven y me quitaré de encima este sufrimiento de no poder llegar a ser lo que se espera de un Rey.
            Me pintan con un memorándum en la mano, a mí que aprendí a leer tarde y mal y apenas si sé escribir, que gobierno una bola del mudo en cuyos confines no se pone el sol que me privan de ver; que hasta el Nuncio de Su Santidad me describió como alguien a quien se puede hacer con él lo que se desee, pues carece de voluntad propia. Y aquí me tenéis, ciñendo una espada que no podría blandir y simulando ser un poderoso rey que dirige con mano firme los destinos de esta nación abandonada a merced de unos validos que la han convertido en un erial.
            Y aún hay más. Como tampoco quieren admitir mi esterilidad, lo achacan a maquinaciones diabólicas contra las que se hacen conjuros; y me ponen a tiro de mi bisabuelo Felipe II las más fecundas princesas de toda la realeza europea; no piensan por un solo momento que es cuestión de gatillo porque eso es inadmisible en un descendiente del picha brava del Emperador Calos V.
            No tienen perdón de Dios.

                                                                     Nos, El Rey.


P.D. Por la presente procédase a cambiar el sobrenombre de El Hechizado por el de El Desgraciado. 

jueves, 10 de abril de 2014



                 
                                                          EL JINETE POLACO


                                    
                            Rembrandt, El Jinete Polaco (1655)


                                        


            No soy polaco, soy judío; abandoné España por el decreto de expulsión de 1492 y vagué por el mundo llevando como equipaje la lengua y la añoranza de nuestra tierra perdida. Engañé a Rembrandt (y por tanto a Muñoz Molina) vistiéndome con este ardor guerrero para confundir a mis perseguidores, pero a diferencia del protagonista de Beltenebros, nunca volví sobre mis pasos en busca de Sefarad.  Atravesé la Sierra de Mágina para no tener que detenerme en la Córdoba de los Omeyas y cuando alcancé el mar de Granada pasé el invierno en Lisboa.
            Seguí los pasos de mi correligionario Spinoza y, tras una breve estancia en Portugal, acabé en Holanda, donde a los médicos se les autorizaba a impartir lecciones de anatomía y a los artistas libertad de pensamiento. No conocí las ventanas de Manhattan, pero asistí a las rondas nocturnas de Ámsterdam en noches de plenilunio.

            Pero nunca volveré como Darman al lugar del que fuimos desposeídos, aunque compartamos querencias por la pérdida de Sefarad; y no volveré, porque el país en el que todo parecía sólido se ha vuelto de una fragilidad angustiosa.  

viernes, 4 de abril de 2014




                                                        LA BALSA DE LA MEDUSA

                       
                     Géricault, La balsa de la Medusa (1819)
          

                                      


            Me salvé para contarlo. Soy el que agita el pañuelo en lo más alto de la balsa, aunque temí que no sirviera para nada porque el viento que impulsaba nuestra maltrecha vela soplaba en dirección contraria al deseo. Es la manía de los pintores románticos: aguarnos la fiesta a los náufragos sin esperanza. El barco de la salvación era un punto en el horizonte y estaba tan lejos que no creíamos que nos viese, pero yo me agarraba a un pañuelo ardiendo porque la esperanza es la quimera de los desahuciados.
            Después de no sé cuántos días a la deriva en el inmenso océano, ya sólo quedábamos 15 supervivientes de los 147 abandonados al destino del hambre, la desolación y la locura de comernos unos a otros (los más débiles primero, por favor) en aquel sálvese quien pueda. Gericault  nos amarga la escena con nubarrones negros y estira el cuadro dirigiendo nuestras manos en un movimiento hacia la salvación del punto en el horizonte; pero todos habíamos perdido la esperanza, incluso el viejo que tiene en su regazo a Delacroix, porque ignoraba que  pocos años más tarde celebraría la revolución de 1830 pintando La Libertad guiando al pueblo.

          Y ahí estamos abandonados al destino y olvidados por una Restauración que no quiso saber nada de nosotros; ni siquiera reconocer el desamparo cuando llegó la salvación para unos pocos: Allons enfants de la patrie / le jour de merde est arrivé.