LA BALSA DE LA MEDUSA
Géricault, La balsa de la Medusa (1819)
Me
salvé para contarlo. Soy el que agita el pañuelo en lo más alto de la balsa,
aunque temí que no sirviera para nada porque el viento que impulsaba nuestra
maltrecha vela soplaba en dirección contraria al deseo. Es la manía de los
pintores románticos: aguarnos la fiesta a los náufragos sin esperanza. El barco
de la salvación era un punto en el horizonte y estaba tan lejos que no creíamos
que nos viese, pero yo me agarraba a un pañuelo ardiendo porque la esperanza es
la quimera de los desahuciados.
Después
de no sé cuántos días a la deriva en el inmenso océano, ya sólo quedábamos 15
supervivientes de los 147 abandonados al destino del hambre, la desolación y la
locura de comernos unos a otros (los más débiles primero, por favor) en aquel
sálvese quien pueda. Gericault nos
amarga la escena con nubarrones negros y estira el cuadro dirigiendo nuestras
manos en un movimiento hacia la salvación del punto en el horizonte; pero todos
habíamos perdido la esperanza, incluso el viejo que tiene en su regazo a
Delacroix, porque ignoraba que pocos
años más tarde celebraría la revolución de 1830 pintando La Libertad guiando al pueblo.
Y
ahí estamos abandonados al destino y olvidados por una Restauración que no
quiso saber nada de nosotros; ni siquiera reconocer el desamparo cuando llegó
la salvación para unos pocos: Allons
enfants de la patrie / le jour de merde est arrivé.
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