miércoles, 22 de octubre de 2014









                                                      DNI


            Aquella noche soñé que me había tocado la lotería primitiva. No podía concretar la cuantía, pero debía de ser mucho dinero porque era el único acertante de los 6 números del primer premio. La atmósfera del sueño era tan difusa que no lograba aquilatar más que la certeza de los números agraciados y de que el premio era de siete cifras, lo que implicaba como mínimo un millón de euros.
            A las 9,00 horas sonó el teléfono. Descolgué un poco asustado porque no solía recibir llamadas a una hora tan temprana, y menos en una mañana de domingo, cuando parece que la noche anterior sobrevuela su territorio dormido; únicamente mi madre solía transgredir aquella norma no escrita cuando nos invitaba a comer, pero lo había hecho el domingo anterior y no solía repetirlo.  Mi susto fue en aumento cuando vi que la llamada era de la policía.      
            Me preguntaron si aquél era mi domicilio y si podían hablar conmigo; me llamaban porque tenían en su poder una cartera con mi DNI, gracias al cual habían logrado localizarme. La documentación la habían encontrado tratando de averiguar la identidad  de un indigente, al que los encargados de la basura habían hallado muerto aquella noche en la acera de una calle próxima a la mía.
            Aquellas palabras acabaron de despertarme por completo y me devolvieron a la realidad de aquella mañana de domingo. Me levanté y corrí al perchero para comprobar si estaba mi abrigo. Tenía miedo de que lo que entonces recordé también hubiera sido un sueño, pero al menos este dato era cierto: el abrigo no estaba allí. La noche anterior había estado cenando con mi mujer y unos amigos y, al volver a casa a medianoche, nos encontramos en la acera con un bulto inconcreto, confundido entre la basura amontonada de un portal.
            Al principio no logramos distinguirlo bien; los cubos y los cartones de una frutería cercana formaban un montón desordenado del que nos pareció que quedaban al descubierto unas zapatillas deportivas. Cuando nos acercamos un poco más pudimos entrever unos riñones medio desnudos que sobresalían entre la camisa y el pantalón, a la vez que oímos una voz baja y entrecortada que murmuraba: “tengo frío, tengo mucho frío”.
            Intentamos colocarle unos cartones debajo del cuerpo para que lo aislaran del suelo, pero resultaba muy difícil mover aquel bulto pesado como un muerto que, además, parecía estar borracho. Mi mujer me miró a mí y después a mi abrigo y nos cogió a los dos por la solapa (ella siempre es más sensible al desamparo); total, estábamos cerca de casa, y él lo necesitaba más que yo si quería salir vivo de aquella noche de perros. Me lo quité e intentamos cubrir con él su cuerpo lo mejor que pudimos, aprovechando el pequeño tamaño de su posición fetal.
            Al ver que mi abrigo no estaba en el perchero, me abalancé sobre el teletexto para comprobar si los números agraciados en la primitiva de aquel sábado eran los que yo había jugado; los sabía de memoria porque siempre que la echaba lo hacía con la misma combinación. Y allí estaban tal cual yo recordaba haberlos tachado.
            Me acosté de nuevo para serenarme y poner los datos en orden; me dolía haberme interesado antes por el boleto perdido de la primitiva que por la noticia del indigente muerto. Después me arrepentí de no haber avisado al 112 cuando lo encontramos en aquel estado, pero me autoconsolé porque en otras situaciones similares me habían contestado que toda persona mayor de edad es libre de hacer con su vida lo que quiera.  
            No quise despertar a mi mujer con aquel asunto hasta no haberlo aclarado mínimamente, por lo que, dado que aún dormía, me levanté y fui hasta la policía para recuperar mi documentación. Por teléfono me habían dicho que tenían que hacerme algunas preguntas porque yo debía de ser la última persona que lo había visto con vida, pero no me molestaron más de lo necesario; todo apuntaba a que la muerte se había producido  por un coma etílico, y que, si la autopsia desvelaba otras circunstancias, se pondrían en contacto conmigo.  
            Cuando me entregaron la cartera busqué el justificante  de la primitiva, pero el compartimento donde solía guardarlo habitualmente estaba vacío. Pensé en denunciarlo, pero finalmente desistí porque no tenía ninguna prueba en la que apoyarme. Volví a casa y me metí de nuevo en la cama para ver si un nuevo sueño devolvía la realidad a su sitio.

            Sonó el teléfono. Ahora lo cogió mi mujer: “tu madre, tan puntual como todos los domingos para invitarnos a comer. Parece ser que ayer le tocó la primitiva.”

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